Para el sábado noche: 2010, odisea dos, de Arthur C. Clarke y Peter Hyams
Una secuela como 2010, Odisea Dos (2010, The
Year We Make Contact, Metro Goldwyn Mayer, 1984) presenta el hándicap de venir
precedida por una obra tan monumental como es 2001, una odisea en el espacio
(2001, A Space Odissey, Metro Goldwyn
Mayer,
1968), del genial, aunque en exceso cerebral, Stanley
Kubrick (1928-1999). Y aunque Peter Hyams
(1943) pone así mismo los pies en el cosmos, opta por descender a un terreno
más humano y asequible, recordando que dichos pies no dejan de ser terrestres,
sin por ello, sacrificar una perspectiva netamente trascendente.
Lo primero que habría que aducir ante los posibles
reparos es que la continuación fue pergeñada por el propio Arthur C. Clarke (1917-2008), responsable de la idea
y posterior desarrollo novelístico de la primera parte. Lo segundo, que de la
puesta en escena se hizo cargo un realizador y, no lo olvidemos, director de
fotografía, de probada solvencia, como el mencionado Peter Hyams. Un director
que se fue diluyendo a partir de los años noventa, ni más ni menos que como
casi todo el cine que conocimos hasta aquella época, salvo aguerridas y bien
instaladas excepciones (con ello no quiero decir que ese cine no haya
permanecido; muy al contrario, en su mayoría, hoy es justamente considerado
clásico, lo que vengo a considerar es que la magia no ha perdurado). En
cualquier caso, no porque los avances técnicos o las modas hayan cambiado, dejan
Hyams y otros miembros de su generación de contar con obras tan estimables,
entonces y ahora, como la que nos ocupa. Respecto al director de Los jueces de la
ley (The Star Chamber,
Fox, 1983), con especial autoridad en el ámbito de la ciencia ficción o la
ficción especulativa.
Para quienes el cine no es sinónimo de lo
que se estrena con exclusividad en una sala comercial, motejando cada nueva
ocurrencia como la sempiterna obra
maestra de la temporada, que luego pasa al olvido las más de las veces,
piezas como 2010, Odisea Dos son una
bendición. Porque estas sí que se han enfrentado al paso del tiempo.
Pero comencemos por la novela (si bien, entrelazándola
con la adaptación cinematográfica, tal es su simbiosis).
2010 (Odissey Two, 1982; Ultramar, 1985) da comienzo con una nota de su autor, en la que Clarke se hace eco de los avances de las entonces recientes singladuras de las sondas Voyager, ofreciendo además una contextualización de la novela original y su secuela. El protagonista principal de la misma, aunque la narración se desarrolla en tercera persona -excepción hecha de los fragmentos del diario que este envía a su esposa, y que son recogidos en la película-, es Heywood Floyd, ex presidente del Consejo Nacional de Astronáutica de los Estados Unidos, y actual rector de la universidad de Hawái (EEUU). Otros protagonistas hay, más y menos físicos, pero él es el vértice en que se fundamenta el relato.
En comparación con la película, y veremos
otros ejemplos, llama la atención desde los primeros capítulos, la idea de la
cooperación entre norteamericanos y soviéticos. Respetándose en ambos formatos
el inicial encuentro con el primer ministro ruso Dimitri Moisevitch (Dana
Elcar) en el campo de las antenas (capítulo I). Sin embargo, la deriva de la
película, a través del guión del propio Hyams, se divorcia de la novela en esta
disposición argumental. Si en el libro todos los viajeros del espacio se llevan
bien, en la adaptación, la cooperación es como la libertad individual, hay que
trabajarla si no queremos que nos la quiten. Costará trabajo, pero a la larga,
procura mejores beneficios. Incluido el aspecto del distanciamiento con los
respectivos gobiernos. No es solo lo material lo que está a cientos de miles de
kilómetros de la Tierra, también lo está la subordinación hacia quienes ejercen
y abusan del poder, vulnerando los mecanismos de saneamiento independientes. Un poder que, como se verá, palidece ante la expresión poderosa e
inasible de lo que alberga el universo.
Entre los protagonistas no podemos olvidar al supercomputador HAL 9000, que tiene por homólogo en la Tierra a SAL, ejecutado por el doctor Chandra, también responsable del anterior. Chandra es descrito con frialdad acuariana. Es un hombre inteligente y perceptivo cuya interrelación principal hacia los demás seres humanos se produce a través de la máquina. Este aspecto está muy bien tratado tanto en la novela como en la película. Nadie sabía que él le hablaba por este circuito a la computadora como nunca le hablaría a un ser humano (III). Tanto HAL como SAL, este último de participación más escueta y textura femenina, son inteligencias que se moldean en función de los estímulos externos: la voz y la supervisión manual de Chandra, pero que como toda inteligencia artificial que se precie, resultan capaces de indagar por sí mismos.
Clarke se las apaña no solo para recuperar
a HAL, visto como un
“niño” mal enseñado que ha de ser reprogramado, sino al comandante David Bowman
(interpretado en la película por Keir Dullea). En cuanto al Discovery, la nave permanece
desde la anterior aventura, o desventura, varada en la órbita de Júpiter, entre
el gigante gaseoso e Io (escenario, hoy improbable, de Atmósfera cero [Outland, Peter Hyams, 1981]). El autor articula la narración
por medio de capítulos cortos, como en escenas cinematográficas. Muchos de los diálogos
que se trasladan a la versión cinematográfica son tal cual.
Otro de los personajes, cuyas encarnaciones fílmicas sigo incluyendo entre paréntesis, es el ingeniero en sistemas Walter Curnow (John Lithgow).
Pese a la buena correlación entre ambos
formatos, podemos establecer diferencias, no de peso, pero sí significativas,
entre la novela de Clarke y la adaptación de Hyams. La tirantez en las
relaciones de los tripulantes norteamericanos (Floyd, Curnow y Chandra) con la
tripulación rusa, encabezada por la capitana Tatiana (Tania) Orlova (de
apellido Kirbuk en la película: Helen Mirren), y la desenvuelta doctora Katerina
Rudenko (convertido en el gélido Vladimir en la adaptación: Saveliy Kramarov) (V), evidencia una suspicacia
entre bloques que está ausente de la novela, donde como queda dicho, prevalece
la camaradería (una colaboración que se da incluso con el anclaje de las dos naves).
A su vez, llama la atención que Clarke se refiera a la astronave Leonov como considerablemente
más pequeña de lo que se puede apreciar en la película, describiéndola como rechoncha y poco agraciada (XIX). Así mismo,
Heywood Floyd se aísla en un determinado momento, no a causa
del recrudecimiento de la persistente Guerra Fría, sino de forma voluntaria (XXXIX). Más aún, en el libro, los
chinos se les han adelantado, con su nave Tsien (VII-VIII). Sin previo aviso
y reservándose la información sobre la exploración de Europa (IX). Actuando de
espaldas al mundo, pero con afán de conquistarlo, como es su costumbre. Hasta
que algo sale mal (X), tal y como
delata el informe final del doctor Chang, único superviviente de la expedición,
desde la superficie del satélite (XI). Han debido enfrentarse a un ser de gran envergadura,
con contornos lovecraftianos, y se
supone que una naturaleza vegetal (la clorofila que atisban los tripulantes en
la película).
Así mismo, Hyams añade la oportuna escena
de la entrevista de Floyd con el consejero del Presidente de EEUU, Victor Milson
(James McEachin), frente a la Casa Blanca (donde distinguimos a Arthur C. Clarke dando de comer a las palomas). La intención es convencer al
mandatario de turno, de la conveniencia de acompañar a los rusos, en tanto que en la novela este está ya convencido, y es,
según se nos narra, el que pide a Floyd que se sume al proyecto y embargue en
la misión. De este modo, Peter Hyams concentra bien la acción cinematográfica
que parte de la novela. Por ejemplo, a través de unas imágenes de transición
familiar, antes de ofrecer una nueva elipsis, no tan espectacular o simbólica
como la precedente, pero hermana de la del hueso convertido en nave espacial.
Esta se concreta en la aparición en el cosmos de la astronave rusa Leonov (IV).
Otras derivas argumentales se mantienen incólumes. El hecho de que Floyd (un magnífico Roy Scheider) haya de despertar -salir de su estado de hibernación- un mes antes de lo previsto (VI). Su encuentro con la tripulante Zenia (cambiado a Irina Yakunina: Natasha Schneider) en su compartimiento, ante el temor de penetrar en la abrasiva atmósfera de Io (XIV). La posterior deshibernación de Curnow y Chandra (el estupendo actor de reparto Bob Balaban) (XVI), y el abordaje del Discovery, la Marie Celeste del espacio, que se haya dando volteretas (XVII). El empleo de un control remoto o cortafuegos para HAL (XX). La relación profesional y amical entre Curnow y Max Brailovski (Elya Baskin), comparados con Don Quijote y Sancho (XIX); con cierto deje homosexual entre ambos (XXVIII), como de forma oblicua sucedía en determinado pasaje de Cánticos de la lejana tierra (The Songs of Distant Earth, 1986; Plaza&Janés, 1992, Alamut, 2011). Así todo, la implicación de la Casa Blanca -el gobierno- en el mal funcionamiento del supercomputador HAL 9000, resulta más directa en la película. Otro cambio, insisto que no fundamental, estriba en que, en el libro, la cápsula del Discovery –no de la Leonov, que además es tripulada- es empleada como sonda para inspeccionar el monolito, llamado Gran Hermano en el original, lo que contiene una significación extra. Nada pasa con él (XIV), hasta la puesta a punto de HAL (XXV).
Entre medias, Clarke no se olvida de su
otro protagonista, David Bowman, ofreciéndonos una serie de capítulos breves compuestos
por los pensamientos del antiguo comandante del Discovery. En ellos se trasluce
algo de ese ambiente pre-bélico en el acercamiento de un artefacto dimensional explosivo a la Tierra, que acaba por estallar a calculada distancia (XXXVI). Bowman es contemplado como un ser que ha alcanzado otro nivel; una zona trascendente apenas
explorada por la intrascendente crítica, y por nuestra propia incapacidad
física. De alguna sutil manera, estaba
siendo utilizado como una sonda, como formando parte de un organigrama más
amplio (XXXIV). Una vasta mentalidad (XXXVI).
En efecto, Bowman se aparece e interactúa como si fuera un fantasma. Ante sus allegados y su antiguo superior, Heywood Floyd. Pero no es un holograma, tiene conocimiento de causa. Así, interacciona con su anciana madre (Herta Ware), residente en Disneyville, antiguo EPCOT, antes de que esta fallezca. Con su hermano (episodio ausente en la película), y con su ex esposa, Betty Fernández (Mary Jo Deschanel). Como si pudiera verla a través del abismo de los años (XXXIII).
Cómo encaja esta urdimbre en el seno del fenómeno
OVNI es una digresión
bienvenida por parte de Arthur C. Clarke, siempre con un pie en la ciencia y el
otro en la fantástica especulación (que no ha de dejar de ser científica). Lidia
con el descreimiento (desinformación) que algunos han mantenido sobre las
visitas, pasadas o actuales, de tecnologías extraterrestres. En este
sentido, la realidad OVNI, es decir, el
mensaje de que no estamos solos en el universo, se materializa cuando estamos a
punto de destruirnos los unos a los otros (por el artefacto extraño en el libro,
una contienda nuclear en la película).
Además, en la novela, Bowman es testigo cuasi presencial de los restos de una antigua civilización sumergida en Europa (XXXVI). De cara a la versión cinematográfica, se mantiene la advertencia de peligro de este nuevo “hombre de las estrellas” a los tripulantes de la Leonov (XL), o ceder a las fuerzas irresistibles que le arrastraban a él y a sus compañeros hacia un destino desconocido (XLIV). Así ocurre también con la redención de HAL y su relación con el doctor Chandra; podríamos decir que ambos se humanizan. Lo “maravilloso” de esta nueva situación no estriba tanto en la conversión de Júpiter en un nuevo sol, merced a un ignoto proceso de ingeniería cósmica (LI), escindiendo el hasta entonces conocido sistema solar, sino en el hecho de tomar conciencia de esos otros niveles, no físicos, de realidad. O entre lo físico y lo material. En este punto, el control de la misión en la Tierra informa de una “mancha” sobre la superficie de Júpiter (XLVII). Mutación en la que ha de ver el enigmático monolito como artefacto multifunción. Emisor, vigilante, puerta astral, viajero con poder de hacer evolucionar a otras especies, etc. Los otros nuevos mundos recién nacidos son las lunas de Júpiter, excepto Europa. En palabras de Heywood Floyd, han asistido al milagro de la aparición de vida donde antes no existía. ¿Por qué? El suspense se mantiene. Como se suele decir en estos casos, continuará… en posteriores novelas.
Para la correcta traslación de la historia
a imágenes se precisaba la ayuda de un técnico como Richard Edlund (1940), y la atmosférica partitura de David Shire (1937), no ajena a las sonoridades
sintetizadas de la época y el minimalismo mistérico que ya se derivaba de la
película matriz. El informe inicial con que da inicio 2010, odisea dos, remite al de Atmósfera
cero. Al igual que las transmisiones de Heywood Floyd a su esposa recuerdan
las que mantenían los protagonistas de esta otra película de Peter Hyams.
Por otra parte, tratan de aclararse
algunos de los misterios o hermetismo –propio de las agencias y los gobiernos -
de la primera parte. Digamos que junto a la claridad que arroja el nuevo sol,
cuna de nuevos niños del espacio, como resume Heywood Floyd al final del
relato cinematográfico, se hace la luz sobre otras cuestiones como el Monolito
de Tycho (nombrado así por el astrónomo Tycho Brahe [1546-1601]), descubierto
en la Luna en un alternativo 1999, y que envía una intrigante señal hasta
Júpiter. Todo hace suponer que, junto con la evolución inducida del ser humano,
por inteligencias extraterrestres (o la inteligencia total de Dios), existen
otros desarrollos en los que no nos vemos implicados (la nueva vida que se supone se va a desarrollar en el satélite
Europa), aunque de alguna manera nos hallemos inmiscuidos, como todo lo que forma parte del cosmos. En efecto, no estamos solos en el universo y, por ende, no somos los
únicos que acaparamos la atención.
Como vemos, en 2010,
odisea dos, la acción se desenvuelve sin merma de las implicaciones
filosóficas y el misterio. A tal efecto, destaca la buena planificación del
director, la relación entre los cónyuges, Floyd y su esposa Caroline (Madolyn
Smith Osborne), tema frecuentado por Hyams desde Capricornio Uno (Capricorn One, Fox-ITC, 1977); la conversación
sobre olores, colores y sabores echados de menos por Floyd y Curnow, el
sonido de la respiración de este último en el abordaje espacial del Discovery, y la
reactivación de HAL evidenciada por el reajuste de sus parámetros vocales, a cargo de Chandra. No en vano, asegura este en determinado momento que
toda criatura inteligente sueña.
Como curiosidad, asistimos a ¡una Pan Am
renacida! (plegó sus alas en 1991), en uno de los comerciales televisivos en el
apartamento de Betty Fernández. Y al humor, en la portada, también alternativa,
del Times, donde los rostros de Arthur C. Clarke y Stanley Kubrick se
corresponden con los del presidente de EEUU y el premier ruso, respectivamente.
Escrito por Javier Comino Aguilera.

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