EL AUTOCINE: FRENCH CANCÁN de JEAN RENOIR

A mis sobrinos Alejandro y Emilio, para quienes lo “viejo” es nuevo.

La denominada música ligera ha sido con frecuencia minusvalorada. Por puristas de una u otra orilla. Que si género chico, que si copla; incluso ha sucedido con el pop. Han sido, por poner un ejemplo, los propios roqueros los que han reivindicado, aparte de sus raíces e influencias, sus querencias por otros estilos, que basculan entre el citado pop y la música clásica. Y viceversa, no son nuevas las incursiones filarmónicas en terrenos de lo popular. La música de cine no tuvo mejor suerte en un principio, en determinados círculos, aunque no tardó en establecerse como la consecución lógica y legítima heredera de la llamada música culta. Sin embargo, tanto puristas como intérpretes exclusivistas o seguidores categóricos, con frecuencia se han dejado llevar por un sectarismo sociológico y reduccionista. Menosprecio de público y alabanza de clase (roquera o clásica, en sus muy diversas facetas). Allá ellos, a nosotros lo que nos interesa es disfrutar de todo lo bueno. Si bien, pocas veces hemos estado tan cerca en los últimos años de una discriminación por “razón” ideológica y wikipédica (el reciente antisemitismo es otro buen ejemplo de ello).




Pues bien, Jean Renoir (1894-1979) reivindica la música popular en French Cancán (íd., Gaumont, 1954; estrenada al año siguiente). En concreto, el enérgico baile que da título a su película y que evolucionó en los concurridos y subrepticios espacios del Music Hall francés e inglés a partir de la década de 1830. Consanguíneos del vodevil estadounidense y la revista española, por cierto, en jocunda amalgama de música desprejuiciada e imágenes atrevidas y gozosamente escandalosas. Qué mejor hermanamiento que el de este tipo de melodía barrial, que se traslada a los espectáculos de cabaré, con la evolución a pie de calle de algunos de los compositores clásicos, como Jacques Offenbach (1819-1880) y sus Orfeo en los infiernos (Orphée aux enfers, 1858) y La vida parisina (La vie parisienne, 1866). Incluso más allá de lo musical, Offenbach fue un alemán nacionalizado francés: floreciente mixtura y propensión al mestizaje.

Y en estas andamos, cuando Henri Danglard (un maravilloso Jean Gabin), ve la posibilidad de relanzar el cancán autóctono en las postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX. La grandeur. Danglard es un representante y caza talentos en horas bajas, pero no con la guardia baja. Su vida es el teatro, algo que se lleva en la sangre y aflora en el carácter. Como demostración de que sigue artísticamente muy vivo, escucha a alguien silbar (El Gran Roberto: Pierre Olaf), y lo contrata para su decaído espectáculo de variedades en El Biombo Chino: es lo que tiene en esos momentos. También descubre a la lavandera Niní (Françoise Arnoul) en un local de baile y alterne. Incluso dará la oportunidad a uno de los ayudantes del funcionario fiscal que se dispone a embargarlo, un muchacho enjuto pero vivaz que pasará a ser conocido como Casimiro el Serpentín (Philippe Clay), futuro bailarín cómico y ocasional maestro de ceremonias. Llevo el veneno del teatro, declara sin posible apelación. De igual modo, se apercibe del bello canto de una de las vecinas de la escuela de baile de madame Guibolle (Lydia Johnson), Esther Georges (Anna Amendola), a la que también descubre por azares del destino.

 



A la referida Niní la ha conocido Danglard en análogas circunstancias, pidiéndole un baile en otro local de las cercanías, La Reina Blanca (en alusión, meramente nominal, a Blanca I de Castilla [1188-1252], reina de Francia). Sintomáticamente, allí no todo el mundo baila con quien desea, en lo que es una de las simbólicas alusiones que Renoir va a desgranar a lo largo del conjunto de su producción cinematográfica. El baile es empleado aquí como una clara metáfora de la vida: los celos, la felicidad, la infidelidad, la (in)dependencia, el compañerismo… Pese a todo, el centro de toda esta formulación va a ser el empresario Danglard, no por su poderío económico, del que carece, sino por su optimismo y vitalidad, del que anda sobrado, como todo buen resistente. Siguiendo con el retrato de este personaje, nuestro realizador y guionista -en torno a una idea original de André-Paul Antoine (18902-1982)-, nos lo muestra como un hombre que no puede hacer frente a los impagos, pero que se las arregla para dar limosna a la menesterosa Prunelle (Pâquerette), otra antigua artista en peor situación que él.

Entre los recuerdos más vivos del pasado de Danglard está su relación, otrora profesional, ahora amical, con Lola de Castro, apodada La bella abadesa. Una María Félix, excelente, que a mí me recuerda, en su pericia a la hora de manejar a los hombres, e incluso físicamente, a la espléndida Jane Russell (1921-2011) de Los caballeros las prefieren rubias (Gentlemen Prefer Blondes, Howard Hawks, 1953). De un romanticismo fogoso, vive así mismo en un mundo de fantasía. Su objetivo es la supervivencia, una vez han pasado los años de mayor lozanía, encaprichando al potentado e intermitente mecenas, el barón Adrien Walter (Jean-Roger Caussimon), en tanto tampoco hace ascos al financiero Coudrier (Jean Parédès).

 



Rebautizado Zizi por Lola, Henri Danglard no echa la culpa al sistema (o a Hollywood, como hacen tantos ahora), para enmascarar sus malas decisiones, un carácter en exceso impulsivo o unos lastimosos problemas psicológicos (en el caso de los actores a los que me refiero). Danglard es partidario del cambio, pero este, en lo que es una de las ideas más sagaces de la película, se edifica sobre algo usado y casi olvidado; es decir, con el concurso de los pioneros. Algo nuevo que va a permanecer como normativo y efervescente, razón por la cual lo clásico siempre permanece vivo. Una reinvención que va a crear su propia tradición. En este caso, la remodelación del viejo cancán. Con la inestimable ayuda de la madura profesora y ex bailarina, versada en muchos estilos, madame Guibolle.

El mordiente y aliciente de French Can Can, reside, por lo tanto, en la vecindad de su mirada al pasado, que también encarna en otros personajes, principales o de reparto, como Óscar (Gaston Gabaroche), el anciano que toca el piano en la citada escuela de danza. Y en los que no desentonan edificios de cierta envergadura. Necesidad espacial de donde emerge la idea de convertir el delimitado solar de La reina Blanca en la holgura del Moulin Rouge, inaugurado en 1889. Hasta yo sé, el de Danglard es un nombre inventado, pues los fundadores del afamado y emblemático recinto fueron Joseph Oller (1839-1922) y Charles Zidler (1831-1897).

Es por ello que, a la recreada composición pictórica del escenario, donde priman los recuerdos de la niñez, Jean Renoir añade unos magníficos decorados, incluidos esos desvencijados cuartuchos donde mal viven pero bien sueñan algunos de los protagonistas. Porque French Can Can es una película de estudio (es decir, filmada en interiores: los Joinville Studios de París). Y además, un encargo. Lo que desmiente la falsa percepción de que un artista solo se puede manejar con material propio. Al contrario, Jean Renoir convierte en suyo lo que le ofrecen. De ahí la auctoritas de un gran realizador, frente al mero mercantilismo mercenario. Para ello cuenta con la inapreciable ayuda del decorador Max Douy (1913-2007), artífice de empeños como La regla del juego (La règle du jeu, Jean Renoir, 1939), El caso Mauricio (L’affaire Murizius, Julien Duvivier, 1954), El rojo y el negro (Le rouge et le noir, Claude Autant-Lara, 1954), Margarita de la noche (Marguerite de la nuit, Claude Autant-Lara, 1955), La travesía de París (La traversée de Paris, Claude Autant-Lara, 1959), Topkapi (íd., Jules Dassin, 1964), Un mundo nuevo (Un monde nouveau, Vittorio de Sica, 1966), La fortaleza (Castle Keep, Sydney Pollack, 1969), o Moonraker (íd., Lewis Gilbert, 1979).

 



La puesta en escena de Renoir conlleva la representación de un proscenio con canto libre pero acompasado, donde se entrecruzan el baile acrobático con el drama y la comedia de la vida. Un deambular que, al mismo tiempo, permanece con cada nuevo intérprete o espectador. Es la escenificación de la vida con sus frustraciones e inquietudes, alegrías y desparpajos. Y la fusión de música e imagen. Pero con tiempo de saborearlas. Anexo a la composición pictórica del plano, está el mencionado homenaje a los pioneros de la mano y voz de Henriette Rafon, Patachou (1918-2015) o Édith Piaf (1915-1963), a las que Jean Renoir reserva simpáticas intervenciones en diversos cuadros de varietés, en locales como los café-concierto El Dorado o Alcázar d’été. Una circunstancia histórica que lleva pareja el desarrollo de la grabación musical. No en vano, Jean Renoir añade un gramófono a su propia puesta en escena. De este modo, a los recuerdos infantiles se añade la nostalgia, siempre jubilosa, de un pasado que no volverá, pero que merced al cine, los espectáculos en vivo y dichos registros sonoros, se puede decir que perdurará.

Como la propia planificación del realizador, donde apenas existen cortes de montaje, denotando un continuo fluir. Renoir es un maestro del plano largo, con significado, de bella compostura. La realidad de su puesta en escena parte de un ventajoso guión, reconvertido por el director en algo propio, una pieza de orfebrería trabajada desde lo visual al aspecto psicológico. Sus personajes nunca son monocromáticos. Asistir, por lo tanto, a este espectáculo, es asistir al meollo del cine clásico (ese que desciende de la década de los ochenta hasta los inicios). De igual modo, Renoir hace valer la delicadeza en la plasmación de las relaciones íntimas (el encuentro amoroso de Niní y su novio Paolo [el malogrado Franco Pastorino], con el príncipe griego Alexander [Giani Esposito] o el mismo Danglard). Pero sin eludir la confrontación amorosa, como sucede a Paolo ante el pretendiente Alexandre. Otro personaje capital pese a su breve incursión. Paolo da a escoger a Niní entre su relación con él o su profesión (con los otros).

 



French Can Can no es solo el adiós alborozado a un tiempo. Es el canto y baile ofrendado a las variedades. A esas personas que procuraron la felicidad de otros. De todos nosotros, o al menos, los que portamos la llama del adjetivado cine clásico. Por algo Jean Renoir se muestra ecléctico pero no aparatoso, diverso pero no disperso, divertido pero no estrafalario. En resumidas cuentas, asequible y profundo a un mismo tiempo.

Escrito por Javier Comino Aguilera.

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